sábado, 15 de septiembre de 2012

Despiertáme desde el balcón

No terminaba de acostumbrarse a sí misma. Parecía que la soledad acentuaba todas sus manías. La luna llena dejaba ver su desnudez a través una de las ventanas de aquella finca regia de principios del XX, mientras ella se preguntaba que estaba haciendo allí, en el corazón de Europa, nadando entre el engranaje de ese continente que al parecer, nunca se entendió a si mismo. Desanduvo cuatro pasos hacia atrás y se dio la vuelta. Lo sentía cerca. Por suerte o por desgracia, no estaba sola, nunca lo había estado desde que ambos se conocieron hacía muchos años atrás. Se miraron. Para ella él era un compendio mutante de su madre, su padre, su hijo, su mejor amiga , su novio y ¿por qué no? También su abuela. Era una parte de ella, pues fue ella la que lo amaestró con sus manos, lo tejió melódicamente, y lo humedeció de lágrimas cuando él no le hacía caso. Él , por su parte , con su voluptuosidad convertida en madera mezclada con el minimalismo simultáneo de sus cuatro cuerdas, le concedió la paciencia con la que todo músico debe alimentarse. No era casualidad que su sonido fuera uno de los más parecidos al de la voz humana. Eran más que una pareja; eran un todo para ser uno sólo. Eran Chelo y Marta. El nocturno cielo de Cracovia les cubrió de sueño.

La distancia no impidió que su rutina cotidiana de desperezarse con estiramientos diseñando una danza matinal. Mientras intentaba dejar huella en el suelo con las palmas de sus manos escuchó una voz que decía “dzién dobry”. En el balcón de al lado una ancianita de cabello canoso y sonriente le estaba dando los buenos días mientras le acercaba sus dos manos hacia su cuello imitando a la almohada. “Dobra, dobra” dijó Marta, pues la noche tampoco había ido del todo mal. Aquella ancianita la observaba con una curiosidad pícara mientras ella terminaba sus estiramientos. De momento empezó a hablar en polaco, y Marta a cada frase asentía y decía “Dobra, dobra”. Ante esa situación tan cómica, la ancianita desprendió una risa contagiosa que acabó despertando la de Marta, que, decidió compartir su entusiasmo con chelo.

“¿Qué te apetece hoy, Chelo?” Chelo , la armonizó desde el rincón. “¿Invierno? “ Colocó una silla en el balcón y comenzó las presentaciones pertinentes entre su longeva vecina y su fiel amigo. Vivaldi hizo el resto.

Marta y Chelo estaban tan concentrados en su partituras mentales que no se percataron de que los ojos de la ancianita se estaban hidratando demasiado hasta que ésta reapareció con un violín entre sus brazos y se unió a ellos. Marta cerró los ojos, y se dejó llevar por la sabiduría generacional de sus dos compañeros. Cuando los volvío abrir, ambos fueron hipnotizados por la dulzura de aquel dúo, exprimiendo aquellas notas tan amargas. A través de ellos, sentían la nieve caer, cielos tintados de gris, vagones transportando almas; escarchadas , hambrientas, agoníca…Ambos sintieron a la indiferencia subida en uno de aquellos trenes, hacinada por la rabia. Y al fin entendió a ese viejo continente, Europa era una intersección, un nudo de vidas descosidas por el odio oxidado en raíles de hierro. Tan sólo tres generaciones les separaban de aquellas vías. Cada uno de nosotros somos una estación. Nuestra misión es trazar un camino para los nuevos trenes que lleguen. Y allí estaban ellos dos, testigos de la gélida escarcha derretida por esa melodía . Seguían , y seguían como si fuera su último día en la tierra. Inconscientemente Chelo y Marta, fijaron la vista en su camisa arremangada, había una partitura en su brazo: K-125056.

Quedó estipulado a través del lenguaje musical: se despertarían cada mañana con un concierto de cuerda. Reconstruirían parte del camino.


Esta abuelita es real, como lo son sus palabras y su sonrisa. Ella y yo intercambiamos miradas matinales desde aquel balcón las 2 mañanas que desperté en Cracovia. 
El tatuaje también lo es, en su memoria. Ella , al igual que infinitas vidas perdidas , fueron testigos de la masacre humana, reencarnada en lugares como "Oswiech", en alemán: "Auswitch". Ese poblado de inexpresivas fábricas abandonadas. No sentí nada. Insensibilidad, tal vez. Insensibilidad que se desvanece cad avez que tomo un tren. Porque los trenes al igual que la música,y los pensamientos, representan esperanza, un nueva vida, libertad.




2 comentarios:

juanjo dijo...

Impresionante tu relato Clara
Besos

pecosilla dijo...

Gracias Juanjo, de verdad gracias , pues parece que escribir es la mejor automedicación para paliar el síndrome postvacaional!

Fue dificil para mí encontrar una manera de plasmar mi visita a ese campo de concentración, no quería escribir sobre lo que se pueden leer en las guías de viajes. Tampoco quería ser morbosa. Recordé entonces la sonrisa matinal de aquella ancianita que me saludaba cada mañana desde un balcón tan sólo a 50 km de Auswicht , y ella fue mi vehículo para pintar de esperanza todo ese terror.

Besos